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Thoreau: biografía esencial
Antonio Casado da Rocha

 

(...) escribir la biografía de un escritor es algo especialmente complicado, ya que los escritores acostumbran a ser muchas personas al mismo tiempo. Además, Thoreau vivió una época decisiva en la historia y la literatura de Norteamérica. En palabras de Auster, fue uno de los primeros en reparar en las contradicciones de los Estados Unidos, un país agrícola, de granjas y campesinos, que la industrialización iba a transformar poco a poco. Por medio del narrador de su novela Leviatán, Auster sugiere que desde entonces América ha perdido el rumbo:
Thoreau era el único hombre que sabía leer la brújula, y ahora que ha muerto no tenemos ninguna esperanza de volver a encontrarnos a nosotros mismos.

Como veremos, el mito Thoreau sigue vivo y todavía podemos encontrarnos a nosotros mismos en él. Ahora bien, para no malinterpretar ese legado de protesta creativa (así lo describió Martin Luther King) hay que entenderlo en sus propios términos, dentro del contexto formado por las cosas y las personas que importaban a Thoreau, y evitar ponerlo al servicio de otros fines. No me termina de satisfacer la interpretación del crítico literario Harold Bloom, para quien la obra de Thoreau es una mera revisión, si bien muy astuta y poderosa, del filósofo norteamericano del momento, Ralph Waldo Emerson. Es verdad que Thoreau creció intelectualmente a la sombra de un mentor cuya fama rebasó pronto el marco de los EE.UU., y que esa cercanía marcó tanto su escritura como su lectura posterior, pero no fue su único discípulo, ni tampoco el más famoso, pues la influencia de Emerson se extiende hasta José Martí o Friedrich Nietzsche, que solía viajar con un ejemplar de sus Ensayos en el baúl... Opté por imaginar a Thoreau mediante los seres que amaba, esas “cosas libres y salvajes”, para así poder contar su vida siguiendo el hilo de mis lecturas y recuerdos, algo que Marguerite Yourcenar llevó a cabo de manera insuperable en sus Memorias de Adriano:

Reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del siglo diecinueve han hecho desde afuera.

Por supuesto, es imposible conocer con exactitud cómo pensaba o sentía un autor del pasado, y esto es especialmente cierto de Thoreau, que siempre fue muy selectivo con aquello que mostraba en público. Una reconstrucción como la que yo intentaba hacer, basada en materiales biográficos y textos del autor estudiado, no puede sustraerse al empleo constante de las conjeturas; por ello, llevado por el deseo de escribir sin academicismos (sin ataduras, como dijo Thoreau en Walden) fui eliminando todas las comillas y muchos de esos quizá y probablemente que suelen matizar los ensayos de naturaleza especulativa. Al fin y al cabo, Thoreau nunca escribió su autobiografía, ni falta que le hizo, pues para explicarse a sí mismo tenía un diario cuya longitud llegó a superar los dos millones de palabras: ésa es y será siempre su única biografía autorizada. Este diario no sólo era su taller de escritura, sino también una “tecnología del yo” que empleaba para dar razón y sentido a sus días. Al hacerlo cumplía con aquello que pedía de cada escritor, tarde o temprano: un relato sencillo y sincero de su vida, como si lo enviara a los suyos desde un país lejano; porque si ha vivido sinceramente, aclaró, ha tenido que ser lejos de aquí. Intentó vivir sincero y profundo en la Norteamérica del siglo diecinueve, extrayendo de la vida todo su jugo, y creo que tuvo éxito en la tarea: al menos Emerson dijo de él que consiguió vivir al día, sin ser mortificado por la memoria. Como lector, Thoreau no sentía mucha curiosidad por los héroes de las novelas, y le interesaba más la vida cotidiana de sus autores, que para él eran los únicos héroes de verdad. Observador tenaz y obsesionado por la autenticidad, otorgaba poco peso a los acontecimientos de los que se suele hablar en las biografías. Le resultaba difícil recordar en su diario las casas que había habitado, pero era consciente de que los biógrafos se dedican precisamente a establecer esos hechos, y de la indebida importancia que quizá les otorgan:
En mi diario compruebo que los acontecimientos más importantes de mi vida, caso de quedar registrados, no suelen llevar fecha.

Si fuera cierto que el carácter peculiar a cada uno se revela en cada gesto y cada acto, y así lo creía Thoreau, entonces bastaría con seleccionar bien esos rasgos para que el retrato fuera exacto. Tan preciso me resultaría incluir la visión que tenía de sí mismo (se consideraba un gran exagerador) como detalles en apariencia triviales, así que en beneficio de las pequeñas cosas que importan comencé a relegar numerosos eventos a una tabla cronológica, algo muy útil para no tener que salpicar el texto con excesivas fechas. Además de esa tabla, me hice con un mapa de la villa y alrededores de Concord, y empleé muchas tardes recorriendo esos lugares. Que el Walden dos de Skinner sea lectura obligatoria en muchas facultades como ilustración de la escuela conductista en psicología, unido a que esta obra sea una utopía, una obra de ficción sobre algo que todavía no ha lugar, hace pensar a mucha gente que Walden “uno” también lo es. Pero Thoreau no escribía ficciones ni utopías; Walden es un lugar tan real como literario. No recuerdo cuándo bajé a bañarme en la laguna por primera vez; quizá fuera en mayo porque el agua aún estaba fría, pero tan limpia que podía ver con claridad el fondo arenoso mientras nadaba. Como dijo una vez el escritor E. L. Doctorow, Walden es un lugar modesto, una simple laguna y un bosque cualquiera de Nueva Inglaterra, pero Thoreau lo convirtió en exactamente lo que debía ser, pues se representó a sí mismo como el Hombre Común, y eligió Walden para que fuese su Lugar. Su lugar con mayúsculas; su lugar propio, como escribió en su diario:
Si quieres conocer cómo pienso debes intentar ponerte en mi lugar.

Mas para volver a hacerlo ya no necesitaba regresar a Walden, pues basta con leer Walden, el libro, para experimentar lo que el antropólogo Roger Bartra ha descrito como el testimonio de un itinerario hacia nuestra primigenia condición salvaje. En realidad, podría decirse que el motivo principal en toda la obra de Thoreau es una indagación de eso que en inglés llaman wilderness, palabra de difícil traducción al castellano que hace referencia a la naturaleza sólo habitada por las fieras y, si acaso, por hombres y mujeres silvestres. Esta naturaleza salvaje o desierta se refiere a un espacio interior y anterior a la civilización. Al igual que el personaje de Marlow en El corazón de las tinieblas, cuando rememora al comandante romano que llega tras penosas marchas a un país, la actual Inglaterra, donde le rodea
toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje,

Thoreau explora esa cualidad silvestre mientras busca río arriba un encuentro con ese corazón de los ancestros. Bartra concluye que su salvajismo es severo, disciplinado y sencillo, una fuente de peligros, pero también el origen de su libertad moral y política. Es importante recordar que cuando Thoreau se deja invadir por la naturaleza salvaje, no lo hace para proponer ese estado como un modo de vida, sino como un modelo para pensar y sentir la condición humana. En ese sentido, su punto de vista se asemeja al que adoptará Italo Calvino en El barón rampante: la soledad como artificio para examinar la naturaleza y la propia sociedad. La soledad de Thoreau no es, pues, la del misántropo eremita o la del hombre salvaje de las mitologías. Toda vida humana posee una dimensión social o comunitaria y una dimensión natural o biológica y, contra lo que pudiera parecer, Thoreau no niega ninguna de ellas. Más bien, identifica lo libre y lo salvaje como los dos polos de atracción en cada una de esas dimensiones, afirmando de paso que resulta imposible separarlas. Buscando trascender los límites de la experiencia humana, su pensamiento no admite fronteras entre lo físico y lo moral, y sin duda se sentiría cómodo con una curiosa imagen acuñada por el filósofo renacentista Francis Bacon en su batalla contra Aristóteles, Platón y otros maestros del pasado. Tal y como la recoge Fernando Savater,
Bacon decía que las antiguas filosofías habían sido como animales domésticos criados en la seguridad clausurada del corral, pero que la filosofía del porvenir sería como un animal salvaje y libre, que corre sin respetar cercados ni fronteras a campo a través y busca donde puede su sustento.

Cuando Thoreau no había cumplido aún los treinta años, Marx y Engels afirmaron en su libro La ideología alemana (1846) que el mundo natural no es algo directamente dado para toda la eternidad, siempre el mismo, sino el producto de la industria y del estado de la sociedad. Thoreau propone una reflexión complementaria sobre la dependencia de lo social respecto de lo natural, e insiste en que nunca podremos preservar todas las cosas buenas de la humanidad sin proteger también las cosas buenas pero no humanas: lo salvaje. Este es un concepto tan ambiguo como ineludible, y no falta quien, como el poeta y ensayista Gary Snyder, encuentra en esta cualidad salvaje la naturaleza esencial de lo natural, algo cuya manifestación en la conciencia puede entenderse como
una percepción despierta, plena de imaginación, pero también fuente de una inteligencia alerta, necesaria para la supervivencia.

Aquí se hace necesario destacar el carácter precursor de Thoreau para el actual pensamiento ecologista. En particular, es manifiesta su influencia en Aldo Leopold, el padre de la land ethic o ética de la tierra. Leopold observó que las tradiciones éticas predominantes en occidente no daban consideración moral a los seres no humanos, y propuso romper con eso permitiendo la entrada en el club moral a la biosfera: a los animales, plantas, suelos y aguas. Quizá podría lograrse semejante cambio de valores, afirmó Leopold antes de su muerte en 1948, si valorásemos los seres artificiales, domésticos y recluidos, desde el punto de vista de los seres naturales. Algo semejante a lo que Thoreau escribió en Walden, cuando propuso que las lagunas de Concord fuesen rebautizadas con nuevos nombres, tomados esta vez de los peces o las aves que las poblaban, o de
algún hombre o niño salvaje que haya trenzado el hilo de su historia con el de ellas.

El propio Thoreau tejió su vida a partir de muchos hilos, que a su vez formaban parte de otras vidas. (Si tiras del ovillo, acabas por encontrarle en los paisajes, los libros o las personas que amó.) Entender la mutua imbricación de lo natural y lo social, de lo libre y lo salvaje; trenzar el hilo de sus historias con el de las nuestras. Quizá ésta no sea una transformación fácil ni rápida, pero sí es posible, y de ello intentan dar fe las páginas que siguen. Pues en el mundo según Thoreau, como él dijo,
todas las cosas buenas son libres y salvajes.

 

 

 

 

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